En 2020, Washington realizó un ataque relámpago en Irak que puso fin a la vida del alto mando militar iraní, Qasem Soleimani. Ver botas estadounidenses desplegadas en Venezuela es muy difícil, pero un ataque aéreo no es improbable. Trump ya ha conducido ofensivas de esta índole durante su segundo mandato: como el ataque contra los hutíes en Yemen a principios de año o el bombardeo a las instalaciones nucleares de Irán. Este último fue un operativo que precipitó Estados Unidos al borde de una guerra regional, pero que al final sirvió como herramienta de presión al régimen de los ayatolás, además de, supuestamente, reconducir las conversaciones sobre el programa nuclear.
Que Trump ordenara ataques militares efectistas contra instalaciones de Venezuela no es descartable. Si hay interés en negociar con Venezuela y con el régimen de Maduro, a estas alturas parece ser mínimo. Al principio de mandato, Trump situó a Richard Grenell -exembajador estadounidense en Alemania- para trabajar en las relaciones con Venezuela. La visión de Grenell era mucho más de negocios y de hecho consiguió un acuerdo para que el gigante petrolero estadounidense Chevron pudiera seguir operando.
En el otro extremo está el secretario de Estado, Marco Rubio, quien apuesta por la mano dura contra el régimen de Maduro. Grenell hace tiempo que fue apartado del cargo y reubicado al frente del Kennedy Center. Esto, junto al endurecimiento de las presiones militares contra Venezuela, indican que la visión de Rubio se ha impuesto. Las grandes reservas de petróleo venezolano juegan un papel clave en la escalada militar contra Venezuela. Aunque la cuestión sigue siendo cómo el gobierno Trump quiere aproximarse a estas: a través de acuerdos comerciales sin importar quién gobierne, o con un régimen más favorable a los intereses estadounidenses.