Arriazu agregó que “si las elecciones salen bien y hay ayuda de Estados Unidos, el dólar baja a 1.300 o 1.350 pesos. Pero si no, puede irse a cualquier nivel”. También advirtió que “la incertidumbre tiene costos: el riesgo país argentino es diez veces superior al de Uruguay y Paraguay, aunque tenemos números macroeconómicos mucho mejores”.
En un tono más estructural, planteó que “cada vez que subió el tipo de cambio real fue por una crisis política o una salida de capitales”, y que en una economía bimonetaria como la argentina “los pesos se usan solo para pagar sueldos, impuestos y pocos gastos menores; todo lo demás es en dólares”. Según su visión, el país tiene potencial para crecer a un ritmo sostenido, pero la desconfianza impide que ese horizonte se materialice.
Detrás de ese diagnóstico, asoma una tensión que no se explica solo por la política o el calendario electoral. La fragilidad que describe Arriazu es, en buena medida, consecuencia de las propias decisiones del Gobierno: el esquema de flotación con bandas, el desarme de las Lefis, el apretón monetario y las tasas de interés que alcanzaron niveles inéditos —como el 190 por ciento anual en los descubiertos empresariales— conformaron un entorno donde la especulación desplazó al crédito productivo y la confianza se volvió un bien escaso. Más que una amenaza externa o un riesgo electoral, la inestabilidad cambiaria refleja el costo interno de un programa que priorizó la disciplina monetaria por sobre la reconstrucción de un horizonte económico previsible.